sábado, 30 de agosto de 2014

Y la princesa rosa dejó su vestido tirado en el suelo de su habitación  y se enfundó en un elegante vestido negro, tan pegado a sus curvas que se fusionaba como una segunda piel, dejó sus piernas al aire y no dudó en ponerse los zapatos de tacón más altos que encontró, atrás quedaron los recatados recogidos de niña y dio paso una salvaje melena oscura tan desordenada como su propia mente, labios rojos, ojos negros, alma de inconformista.
Una niña que dejaba atrás sus muñecas de porcelana victorianas y ahora llenaba sus estanterías con cajetillas de cigarros vacíos, botellines de cerveza barata y trozos de papel con números de teléfono de hombres sin cara para ella.
La pobre damisela eternamente en apuros se convierte en la mala de la película, siempre han dicho que todo rompecorazones empezó con su propio corazón partido, tal vez por eso siempre jugaba con ventaja.




Su reino le aburrió y nunca más volvió a ser la princesa que solía ser, aunque la verdad era que el negro le sentaba genial.

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